Samir Amin y el eurocentrismo
Si bien la ideología moderna se ha liberado de la dictadura de la metafísica, no por ello suprime la necesidad religiosa. En efecto, la importancia de la preocupación metafísica («el hombre es animal metafísico», se podría decir), nos obliga a tomar en consideración la interacción entre el hecho religioso -expresión de esta preocupación- y la evolución social. Sólo podemos hacerlo situándose en un terreno diferente al de la teología, que considera las proposiciones dogmáticas de las religiones como las invariantes que las definen. Por el contrario, las religiones, consideradas en su alcanee ideológico, son flexibles y susceptibles de interpretaciones históricas que efectivamente han evolucionado.
Las religiones zanjan dos conjuntos de problemas, las relaciones entre el hombre y la naturaleza y las relaciones entre los hombres. Tienen una doble naturaleza, pues son a la vez la expresión de una alienación antropológica transhistórica y el medio de legitimación de un orden social que está perfectamente determinado por las condiciones histórica.
Las religiones definen de manera diferente, cada una a su modo, la relación hombre-naturaleza, al insistir ya sea en la vocación del hombre de dominar la naturaleza o en la pertenencia de la humanidad a ésta. En el análisis, al hacer demasiado hincapié en este aspecto de la religión, corremos el gran riesgo de los juicios absolutos, como si la respuesta que tal o cual religión diera a esta cuestión constituyera la determinante esencial de la evolución social. De allí los juicios terminantes que conciernen al cristianismo, el islam, el induismo, el budismo, el confucianismo, el taoísmo, el animismo: una concepción religiosa estaría “abierta” al progreso, otra sería un obstáculo al mismo. La experiencia muestra la vanidad de estos juicios que siempre pueden ser vueltos al revés.
En realidad, la plasticidad de las religiones y la adaptación posible de su interpretación en lo que concierne a la concepción de las relaciones entre los hombres que ellas preconizan o justifican, nos invitan a reflexionar sobre el hecho de que las ideologías formadas en un momento de la historia pueden adquirir vocaciones ulteriores muy diferentes a las de sus orígenes.
En esta medida las religiones son transhistóricas en el sentido de que pueden perfectamente sobrevivir a las condiciones sociales que determinaron su nacimiento.
En estas condiciones hacer del cristianismo, del islam o del confucianismo la ideología de la feudalidad o del modo tributario, por ejemplo, parece un error fundamental. Pueden serlo o haberlo sido en una interpretación particular que efectivamente se les ha dado; pero pueden también funcionar como ideología del capitalismo, como el cristianismo efectivamente pasó a serlo en una interpretación nueva de su misión.
En este dominio, el eurocentrismo implica una teleología, a saber, que toda la historia de Europa preparaba necesariamente el nacimiento del capitalismo en la medida en que el cristianismo, considerado como religión europea, supuestamente fue más favorable que las demás religiones a la aparición del individuo y al ejercicio de su capacidad de dominar la naturaleza. En contraste, se pretende entonces que el islam o el hinduismo o el confucianismo, por ejemplo, constituyen obstáculos al cambio social implicado por el capitalismo. Se niega pues su plasticidad en este dominio, ya sea que se le reserve al cristianismo, o hasta que se considere que este último llevaba en sí desde el origen los gérmenes de la progresión capitalista.
Es preciso volver a colocar en ese marco de análisis la revolución que ha realizado el cristianismo, que no se podría calificar como “revolución burguesa”. Desde luego respondiendo a una necesidad de cuestionamiento metafísico, la fe religiosa trasciende los sistemas sociales. Sin embargo la religión es también y en forma simultánea el producto social concreto de las condiciones que determinaron su constitución. Las fuerzas del progreso que aceptan y hasta exigen el cambio social ponen el acento —cuando les preocupe salvar la fe— en el primero de estos aspectos y relativizan el segundo mediante la libre interpretación de los textos. El cristianismo, enfrentado al nacimiento del pensamiento moderno, hizo esta revolución. Se separó de la escolástica medieval.
De hecho, la formación de la ideología del capitalismo ha pasado por diferentes etapas: la primera fue la adaptación del cristianismo, notablemente con la Reforma. Pero ese momento no representó más que una primera etapa, limitada a ciertas zonas del área cultural europea. Dado que el desarrollo del capitalismo fue precoz en Inglaterra la revolución burguesa revistió allí una forma religiosa, por tanto particularmente alienada. Dueña del mundo real, la burguesía inglesa no sintió la necesidad de desarrollar una filosofía; podía conformarse con un empirismo que correspondía al materialismo grosero, suficiente para asegurar el desarrollo de las fuerzas productivas. El desarrollo de la economía política inglesa, alienada, tenía como contrapartida este empirismo que hacía las veces de filosofía. Sin embargo el protestantismo no cumplió las mismas funciones en el continente europeo, debido a que el desarrollo del capitalismo no estaba suficientemente maduro. La segunda ola de la formación de la ideología capitalista se expresó pues más directamente en términos filosóficos y políticos. Así pues, ni el protestantismo ni el catolicismo aparecen como la ideología específica del capitalismo.
Habrá que esperar largo tiempo para que esta ideología específica se despoje de las formas anteriores que habían asegurado el paso al capitalismo. La alienación economista es su contenido, Su expresión —la oferta y la demanda considerada como fuerzas externas que se imponen a la sociedad- traduce su naturaleza mistificada y mistificante. Llegada a este estadio de su elaboración, la ideología del capitalismo abandona sus formas anteriores, o las vacía de su contenido.
Agreguemos algunas observaciones complementarias a estas proposiciones concernientes a la flexibilidad potencial de las religiones, partiendo de la experiencia histórica del cristianismo y de sus relaciones con la sociedad europea. Primera observación: la tesis propuesta aquí no es la de Weber, sino la de un Weber «en mejor condición», para utilizar la expresión consagrada por la observación de Marx a propósito de Hegel. Weber piensa al capitalismo como producto del protestantismo. Aquí por el contrario se dice que la sociedad transformada por las relaciones de producción capitalista nacientes está obligada a poner en tela de juicio la construcción ideológica tributaria, aquella de la escolástica medieval. Es entonces el cambio social real el que ocasiona el del campo de las ideas, crea las condiciones para la aparición de las ideas del Renacimiento y de la filosofía moderna, así como impone la reafirmacíón de la fe religiosa y no a la inversa. Sin duda la cristalización de la nueva ideología dominante tomará dos o tres siglos para completarse, o sea el tiempo de la transición mercantilista del siglo XVI al XVIII. Con la economía política inglesa el paso decisivo será dado en el momento mismo en que -no es una casualidad- la revolución industrial y la Revolución francesa hacen triunfar al poder burgués y se inicia la generalización del salariado. El centro de gravedad de la preocupación dominante se desplaza entonces de la metafísica a la economía, La ideología economista se conviene en el contenido de la ideología dominante: más exactamente, el economismo se convierte en el contenido de la ideología dominante. ¿Acaso no cree el hombre de la calle -hoy más aún que ayer- que su suerte depende de esas “leyes de la oferta y la demanda” que deciden los precios, el empleo y el resto, así como la Providencia de los tiempos anteriores?
Segunda observación: la revolución religiosa toma sus caminos propios. No es la expresión lúcida de una adaptación a los nuevos tiempos, y menos aún la obra de profetas cínicos y hábiles. Lutero reclama “el regreso a las fuentes”. Es decir que él interpreta la escolástica medieval como una “desviación” (un término siempre apreciado en el debate ideológico). No propone “superarla” sino «borrarla» para «restaurar la pureza» -mítica- de los orígenes. Esta ambigüedad en las formas de expresión de la revolución religiosa no es circunstancial y privativa del caso concreto en cuestión. La naturaleza misma de la necesidad metafísica a la que responde la fe religiosa implica siempre esta forma desviada de la adaptación de ésta a las exigencias de la época. Al mismo tiempo, la ambigüedad de la revolución burguesa en el plano de la sociedad real -esta revolución destrona al poder tributario, pide ayuda al pueblo para hacerlo, pero para explotarlo mejor en las formas nuevas del capitalismo- entraña la agitada coexistencia de la «Reforma burguesa» y de las “herejías populares» (por lo demás los términos son indicativos).
Tercera observación: quizá en nuestros días asistimos al nacimiento de una segunda revolución en el cristianismo. Con ello queremos decir que la interpenetración de los textos y de las creencias que la teología de la liberación está en vías de construir parece ser la adaptación del cristianismo al mundo socialista del mañana. No es una casualidad el que esta teología de la liberación se anote sus éxitos mayores en las periferias cristianas del mundo contemporáneo -América Latina, Filipinas- y no en los centros avanzados.
Samir Amin – El eurocentrismo. Crítica de una idología (1988)