De cómo una invitación visigoda convirtió en Al Andalus a la península Ibérica
Witiza finó el año 700, no se sabe si de muerte natural o no, y probablemente intentó antes la sucesión en alguno de sus hijos, de muy corta edad aún. Pero la nobleza retornó al principio electoral y eligió a Roderico o Don Rodrigo, duque de la Bética y jefe militar renombrado. Los nobles vinculados a Witiza rechazaron la elección, se unieron en torno a Ágila (ni éste ni otros jefes witizanos eran hijos de Witiza, por entonces niños de menos de 10 años) y fraguaron una rebelión desde el valle del Ebro hasta la Septimania, acaso con apoyo de francos y vascones, como en otras revueltas. También parece normal, dentro de esa tradición, que recurrieran a los musulmanes, los cuales ya se habían instalado al otro lado del Estrecho y planeaban el salto a la península. Según la leyenda, incomprobable pero no inverosímil, el gobernador de Ceuta, Don Julián, un witizano cuya hija Caba habría sido violada por Rodrigo, fue quien, junto con Oppas, obispo de Toledo, fraguó el pacto con Tárik ben Siad, lugarteniente moro del general árabe Muza o Musa ben Nusair, conquistador del Magreb.
Los islámicos eligieron muy bien el momento del ataque, cuando Rodrigo se hallaba en el noreste peninsular guerreando contra witizanos y/o vascones. Sin haber alcanzado allí una decisión clara, Rodrigo juzgó prioritaria la amenaza del sur, y hacia allí marchó con un ejército estimado en cifras tan divergentes como 100 000, 40 000 o 25 000 soldados. Debiera haber bastado frente a unos 12 000 enemigos, pero estaba minado por los witizanos. Hacia el 19 de julio de 711 tuvo lugar la batalla decisiva, por la zona del río Guadalete. Los witizanos abandonaron a Rodrigo en el momento álgido del combate, y su traición dio la victoria a Tárik.
No es creíble que el acuerdo entre witizanos y Tárik incluyese la cesión del control político de España, pero los invasores percibieron la debilidad en que había quedado el reino de Toledo y, habituados a explotar sus éxitos con rapidez, no dieron tiempo a que los rodriguistas se reagruparan, los remataron en Écija y continuaron su avance por el valle del Betis para subir desde Córdoba a Toledo. Hallaron la capital desierta por huida de la población, y capturaron casi todo el fabuloso tesoro de los godos, a quienes privaron así de recursos financieros. El reino, perdidos sus centros de poder y dispersas sus tropas, quedó incapacitado para reaccionar mientras la también desconcertada facción witizana esperaba que sus «aliados» o «mercenarios» moros le transfiriesen el poder. Los invasores recibieron ayuda, además, de los judíos, que les abrían las puertas y quedaban a veces como gobernadores de las plazas mientras Tárik continuaba su ofensiva. La confusión hispanogoda facilitó al máximo la acción de los invasores y la traición de algunos oligarcas a cambio de retener cierto poder.
Alcanzados sus objetivos básicos, Tárik esperó el permiso de Muza para continuar. Al año siguiente, Muza, con un nuevo ejército predominantemente árabe, avanzó sobre Mérida, que le resistió durante un año, y siguió hacia Astorga y Amaya, bases de contención de astures y cántabros.
Entretanto, debió de producirse un embarazoso episodio al reclamar Ágila el reino. Tárik lo remitió a Muza, y éste a Damasco, sede del poder árabe, para que el califa decidiera. Ágila y los suyos parecen haber sido acogidos en Damasco con grandes honores, pero sólo se les concedió la cuantiosa recompensa económica de las 3000 fincas adscritas al patrimonio regio, que hicieron de él y sus próximos los mayores terratenientes de España. Este acuerdo acabaría de desmoralizar a unos jefes y de alentar a otros a concluir tratos semejantes, como ya había ocurrido con uno de Orihuela, llamado Teodomiro. En sólo dos años Tárik y Muza habían conquistado la mayor parte del país; al tercero vencieron la resistencia de Zaragoza, ocupando el valle del Ebro y el noreste, y en otro par de campañas completaron el dominio de la península y la Septimania, aunque su poder sobre la Cordillera Cantábrica y el Pirineo occidental debió de ser precario, como el romano en sus últimos tiempos, o el visigodo.
Este esquema, extraído de diversos relatos, tiene bastante verosimilitud, aunque permanecerán para siempre aspectos nebulosos, dada la escasez de fuentes, las contradicciones entre ellas y los adornos fantásticos de las narraciones.
Los triunfadores llamaron pronto Al Ándalus a España. Se ignora el significado de la expresión, que se ha solido asimilar a «tierra de vándalos», término con sentido para Túnez o Argelia, pero no para España; o bien como referencia a la Atlántida. Como fuere, era mucho más que un cambio de nombre, pues implicaba el comienzo de una radical transformación cultural, desde la religión a la administración o el idioma.